Contagio y adicción del teléfono inteligente

Una noticia comentaba los resultados de un estudio sociológico acerca del uso “contagioso” de los teléfonos móviles. La Escuela de Salud Pública y el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Michigan, analizaron el comportamiento de las personas en los espacios públicos en torno a la misma Universidad: observaciones de entre tres minutos y media hora en las que se consideraba el tiempo y la frecuencia de uso del smartphone por parte de individuos entre 16 y 25 años, datos tomados durante el mes de abril del 2011.

    El corolario del estudio indicaba que el uso del móvil es contagioso, como bostezar. O como la lectura, según promocionaba en sus comerciales el Ministerio de Cultura. Cosa o no de las llamadas neuronas espejo, en términos generales, según este estudio, un 24% de los observados hacía uso del teléfono al mismo tiempo que  otro individuo, y un 34% lo hacía después de observar a un compañero utilizándolo. A este respecto, el investigador Daniel Kruger, autor del estudio, se refiere al concepto de inclusión, es decir, que la gente “recurre” a los dispositivos cuando las personas de su alrededor parecen “excluirlo” [embebidas éstas en sus smartphones –o atentas a sus conversaciones–], y, para evitar esa “exclusión física”, la persona se refugia en la comunicación virtual.

            Cualquiera sabe de lo que habla. No es ironía, creo. A menudo pienso en los teléfonos como mecanismos de defensa social en entornos “hostiles” [;)]. Mi madre solía sacar el teléfono y hacer que hablaba por él cuando algún tipo con pintas rondaba cerca, tratando de ponerse a salvo en ese artilugio [bueno, no era en el artilugio en sí, sino en la “apariencia de conversación/relación con alguien” a través de él: estoy a salvo porque voy con alguien, alguien sabe de mí]. O basta ver a ese chaval, junto a la puerta, mientras la chica que está con él saluda a un par de conocidos en el bar; charlan un rato y él se ha quedado rezagado en la barra, solo en el taburete.

        Antes, ese chaval, quizás se encendía un cigarrillo y se atontaba místicamente en las volutas, ocupando el tiempo en la nicotina y las musarañas; miraría la televisión, cogería el periódico, hurgaría el ambiente, aunque solo fuera por entretener los ojos y las manos.  Ahora, hasta que ella regrese, sacará el teléfono del bolsillo y escribirá algo, navegará de pantalla en pantalla [leyendo quizás el periódico, visualizando]; todo sea por no mirar alrededor y sentirse solo. Excluido.

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