El despertador descarga su hebilla sobre la espalda del penúltimo sueño, nos coge el día todavía entre dos luces, bostezas y el vaho empaña la pantalla del iPhone. Se va uno deslegañando mientras se aprietan interruptores que ponen en funcionamiento el fuselaje de la vida moderna, parpadean los fluorescentes de las guarderías. No tenemos hijos, sino filiales, interpela el humorista gráfico en las tostadas. Comienzan a oler a enjuague bucal los internados; se enfurece la especie en los semáforos.
Centauros, mitad hombre-mitad máquina, ingresamos disciplinadamente en la cadena de montaje del mundo consciente, mansos asteriones sin preguntas siquiera. Hay otras formas de educación pero las obviamos como llevamos siempre el mismo periódico debajo del brazo. Está el timbre anónimo de los recreos, la competitividad, las escuelas militares: ¡ojo al lenguaje! Un cuerpo docente para dirigir el parecer de los franceses, pudo soñar Bonaparte. Y ya que lo peripatético resulta exclusivamente ridículo, más espartanos que atenienses, reducida la creatividad al dogma de los objetivos, consumimos ideas como aplicaciones de descarga. Con el código de barras de las malas notas en mis años de instituto algunos bares regalaban bebida gratis.
Cientos de miles de millones de pizarras electrónicas y ni un solo animal en las aulas, eso es deshumanización. Si música y matemáticas son en esencia almas gemelas, por qué se proscribe la primera: quien condecora con estopa las humanidades escupe hacia arriba. Algún día pagarán la seguridad social las máquinas, y alguien tal vez llamaría a esa cuota “impuesto sobre la destrucción de empleo”. Todo un nuevo tiempo libre conquistado: superado el ocio, esa caridad de la sociedad de consumo por la que se malbaratan los hombres, no tendrá sentido esforzarse en lo que no se ama y apasiona. Quizá más jóvenes entonces, nos daremos cuenta de lo mal que estábamos educando la curiosidad.